Mes: abril 2020

Lo de mi padre

El jueves de Pascua murió mi padre. Murió en paz, habiendo recibido los sacramentos de manos de su sobrino sacerdote. Murió confiando en el Corazón de Jesús, que es todo amor y misericordia. Mi padre lo sabía porque el Sagrado Corazón de Jesús y su familia hemos sido sus amores más profundos, para él siempre unidos.

Murió con la esperanza, mejor diría certeza, de encontrarse con los miembros de nuestra familia que –cada vez más numerosos- están ya viviendo en Dios y le esperaban; con la esperanza de que allí nos reuniremos todos.

Esto me consuela y reconforta. Pero estoy viviendo un dolor extraño, porque está contenido: no he podido estar con mi padre en sus últimos momentos, ni despedirme.

Tampoco he podido asistir a su entierro, quedándome con la duda (gracias a Dios ya resuelta) de si el féretro tendría o no una cruz porque los ataúdes que veo en televisión no la tienen. Detalles que nunca pensé que se pondrían en cuestión, ahora están fuera de mi elección, de mi decisión.

Como me dice mi marido, “quién iba a pensar que echaríamos de menos estar en un tanatorio”. Y es que no hemos podido estar todos juntos (mi madre, hermanos, familia y amigos) para velarle, llorar, abrazarnos, rezar con los que nos quieren y después reírnos.

Es como si la muerte hubiera pasado a nuestro lado para darnos un golpe y desaparecer rápidamente: la he tenido delante, pero no he llegado a verla. Y me encuentro en cierta manera como Santo Tomás: como no lo he visto ni tocado, me cuesta creerlo. De hecho, la mayoría de mensajes y llamadas que recibo me expresan su pesar “por lo de tu padre”. Y es que, aunque la muerte está más cerca que nunca, también está escondida.

Me ha faltado todo lo que acompaña habitualmente a la muerte de una persona querida y que ayuda a darse cuenta de la realidad de lo ocurrido (mi padre se ha muerto, pero yo sigo con la misma extraña vida desde hace más de 40 días, en un ininterrumpido día de la marmota); a que el dolor salga, con lágrimas, abrazos y oración; y a que llegue el consuelo con la cercanía de tantas personas queridas y un funeral.

Es un duelo no expresado, como si la vivencia y expresión del dolor por la pérdida quedara en suspenso; pero tiene que salir. Y es bueno llorar; y es bueno afrontar de frente al enemigo, para vencerle: “lo de mi padre” es que se ha muerto. No me asusta decirlo porque sé que mi padre, aunque haya muerto, está vivo.

Sin duda echo inmensamente de menos la presencia física y el abrazo; pero el amor es más fuerte que la muerte y nada ni nadie puede eliminar el vínculo de amor que nos une a cada uno de nosotros con él, no sólo a su familia, también a sus amigos que ocupan un lugar tan importante en su corazón.

Un vínculo de amor que es recíproco: papá, sé que me quieres y yo sigo queriéndote, tal vez ahora un poco más.

«Cartas de Nicodemo» #Recomendación

“Esta enfermedad, Justo, me está destrozando… ¿por qué ha tenido que ser ella precisamente la víctima de esta enfermedad?”

Tal vez más de uno se reconozca en estas palabras con las que empieza “Cartas de Nicodemo”, la novela de Jan Drobaczynski. Aunque este libro es mucho más que una novela, es un itinerario de búsqueda de respuestas ante la enfermedad y el sufrimiento de las personas que amamos, que lleva al protagonista al encuentro de Jesús de Nazaret.

De modo epistolar, el autor escribe en primera persona poniendo en boca de Nicodemo su sufrimiento ante la enfermedad de su mujer, que le hace plantearse cómo es posible que Dios le castigue así, siendo él un fiel cumplidor de la ley.

Desde esta situación que altera su mundo y sus esquemas, Nicodemo sale de sí mismo buscando respuestas. Esta búsqueda le lleva hasta el Profeta de Nazaret, de quien se oye que cura a muchos enfermos. Y tendrá que enfrentarse a los interrogantes que su palabra y su vida plantean a los hombres de todos los tiempos. La atracción de su Persona y su mensaje; sus ¿temerarias? afirmaciones acerca de su divinidad; la dificultad de admitir que el Mesías pueda rodearse de personas incultas, menos respetuosas de la ley que uno mismo y, sin embargo, más cercanas al Maestro; un mensaje que cambia el sentido de la enfermedad, sin pasar necesariamente por la curación. Todas las dudas, motivos para creer y para no poder hacerlo, los titubeos, los deseos y temores que vive el protagonista forman un camino que puede ayudarnos en los momentos que estamos viviendo porque el lector podrá reconocerse en las vivencias que narra el libro y espero que su lectura pueda favorecer ese encuentro con Jesús que cambia la vida, no sólo de Nicodemo, sino de todos los que se encuentran con Él.

Dejadnos llorar

Tengo familiares y amigos en el hospital; tengo familiares y amigos muriendo; tengo amigos temiendo recibir esa llamada que confirme el final que habrían querido no escuchar; tengo amigos que han perdido seres queridos, sin poder estar con ellos en la enfermedad y la muerte. Tengo amigos esperando recibir las cenizas de sus padres, sin tener ni el consuelo de poder enterrar a sus muertos. Dejadnos llorar; dejadnos estar tristes; dejadnos tener miedo.

Estamos sufriendo. Todos, en mayor o menor medida, estamos sufriendo. Y está bien transmitir esperanza. Pero que eso no nos impida llorar: necesitamos darnos permiso, a nosotros mismos y a los demás, para llorar y expresar el sufrimiento. A lo largo de este año, en distintos cursos de formación para la prevención y sanación de abusos, he aprendido que el primer paso para sanar las heridas es que la persona que las tiene pueda expresar su sufrimiento. Cuando puede verbalizar el dolor, da el primer paso para curarse. De modo semejante, cuando puedes llorar empieza a salir el dolor acumulado. Sólo poniendo nombre al miedo podemos vencerlo, pero no si lo negamos u ocultamos.

Leo a muchas personas que dicen “todo va a salir bien” y pienso que la verdad es que no; no todo, porque no vamos a recuperar a los que hayamos perdido estos días. Pero podremos salir bien si salimos mejores, que tampoco será algo automático; sólo será posible si encontramos sentido a este sufrimiento y podemos ayudar a otros a encontrarlo. Y lo único que vence siempre es el amor (Juan Pablo II dixit ). Ahora mismo, es un acto de amor dejar a los nuestros llorar, no rechazar la debilidad sino acogerla y ayudarles a poner en manos del Amor su miedo y su dolor, para encontrar consuelo y paz.

Algunos me reprocharán esto, como si fuera falta de esperanza; como si un cristiano no pudiera llorar o tener miedo. Pero no es cierto. El mismo Jesús lloró cuando murió Lázaro; y en Getsemaní, turbado ante la cercanía del sufrimiento que le esperaba. Y es que Jesús está cerca del dolor humano; tan cerca, que sufre con nuestros sufrimientos. Por otro lado, ante Dios hay que presentarse con la verdad. Me ha parecido siempre una enorme falta de respeto pretender “poner una cara” ante El, que no se corresponda a la verdad que uno vive. Si estás hecho polvo, ¿por qué pretender delante de quien es la Verdad que no lo estás? Cuánto mejor darle tus miedos para que Él pueda llevarte del miedo y el llanto a la certeza de que el Amor siempre vence, de que volveremos a vernos, de que todo tiene sentido

Creado con WordPress & Tema de Anders Norén