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Necesito hablar del duelo

Después de meses sin ver prácticamente a nadie, cuando acabó el confinamiento volví a salir a la calle. Todo había cambiado, para mí de forma especial porque había muerto mi padre. Me encontré con personas que conozco y me preguntaban, respetando la distancia de seguridad: ¿cómo estás?

Al principio respondía: “regular”; pero la mayoría se asustaban mucho con esta respuesta. Y es que no estamos acostumbrados a encontrarnos con el dolor de los demás. Así que, enseguida, a la misma pregunta respondía con un educado: “bien” y seguía mi camino.

Con personas más cercanas, me sucedió algo distinto; al principio les respondía con la verdad (“estoy hecha polvo”) y les daba una larga explicación de lo que había vivido. Pero, al ir pasando los meses, no puedes seguir pidiendo a tus amigos que te escuchen contar lo mismo una y otra vez. Así que ahora, cuando me preguntan, les dijo: “mejor, muchas gracias”; que es verdad, pero no toda.

Porque lo cierto es que las circunstancias que hemos vivido estos meses – de aislamiento, de falta de información, de falta de contacto, de no poder mirarnos a la cara y hablar o simplemente estar con personas que te importan y a las que tú les importas-, han hecho especialmente difícil vivir la muerte de mi padre. Y aunque vaya dando pequeños pasos, sigo viviendo un duelo difícil (no le vi enfermo, no estuve con él cuando murió, no pude ir a su entierro) y necesito volver atrás y necesito contarlo, para tener la sensación de haberlo vivido y hacerme consciente de todo lo que ha pasado. Pero no quiero cargar a mi familia y a mis amigos con más sufrimiento, aumentando su propio dolor, por lo que me lo guardo; pero está ahí, queriendo salir. Y me encuentro dando una detallada respuesta de lo triste que estoy o de lo que me está costando vivir esto a  mi amiga Patri, cuando me pregunta qué tal mientras me cobra la compra en Mercadona.

Lo que es llamativo en esta situación es que me encuentro dando respuestas desproporcionadas para el momento y la persona con la que hablo. Y esto es una señal de que llevo dentro algo que me quema y me pesa; e, inconscientemente, trato de no sobrecargar a quienes me rodean porque sé lo que ellos están soportando. Aunque tengo la inmensa suerte (Providencia) de tener cerca a Mercedes Honrubia, que me ayuda en este proceso en el que, como muy bien me ha explicado, mis heridas dejarán de sangrar y quedarán las cicatrices; señales que es bueno que no desaparezcan, porque son una parte importante de lo que he vivido y de lo que soy. Pero sí dejarán de doler.

¿Qué hacer?

Si tú estás viviendo una situación parecida, un duelo que no has podido resolver, y no puedes o no quieres cargar a tu familia con lo que te quema por dentro, que sepas que hay ayudas disponibles. Personas que te van a escuchar, a ayudar a verbalizar todo lo que te duele, y a acompañarte en el proceso de recolocarlo –no para negarlo, sino para vivirlo con paz-. Y, si es necesario, te ayudarán a tomar la decisión de solicitar otro tipo de ayudas.

Lo de mi padre

El jueves de Pascua murió mi padre. Murió en paz, habiendo recibido los sacramentos de manos de su sobrino sacerdote. Murió confiando en el Corazón de Jesús, que es todo amor y misericordia. Mi padre lo sabía porque el Sagrado Corazón de Jesús y su familia hemos sido sus amores más profundos, para él siempre unidos.

Murió con la esperanza, mejor diría certeza, de encontrarse con los miembros de nuestra familia que –cada vez más numerosos- están ya viviendo en Dios y le esperaban; con la esperanza de que allí nos reuniremos todos.

Esto me consuela y reconforta. Pero estoy viviendo un dolor extraño, porque está contenido: no he podido estar con mi padre en sus últimos momentos, ni despedirme.

Tampoco he podido asistir a su entierro, quedándome con la duda (gracias a Dios ya resuelta) de si el féretro tendría o no una cruz porque los ataúdes que veo en televisión no la tienen. Detalles que nunca pensé que se pondrían en cuestión, ahora están fuera de mi elección, de mi decisión.

Como me dice mi marido, “quién iba a pensar que echaríamos de menos estar en un tanatorio”. Y es que no hemos podido estar todos juntos (mi madre, hermanos, familia y amigos) para velarle, llorar, abrazarnos, rezar con los que nos quieren y después reírnos.

Es como si la muerte hubiera pasado a nuestro lado para darnos un golpe y desaparecer rápidamente: la he tenido delante, pero no he llegado a verla. Y me encuentro en cierta manera como Santo Tomás: como no lo he visto ni tocado, me cuesta creerlo. De hecho, la mayoría de mensajes y llamadas que recibo me expresan su pesar “por lo de tu padre”. Y es que, aunque la muerte está más cerca que nunca, también está escondida.

Me ha faltado todo lo que acompaña habitualmente a la muerte de una persona querida y que ayuda a darse cuenta de la realidad de lo ocurrido (mi padre se ha muerto, pero yo sigo con la misma extraña vida desde hace más de 40 días, en un ininterrumpido día de la marmota); a que el dolor salga, con lágrimas, abrazos y oración; y a que llegue el consuelo con la cercanía de tantas personas queridas y un funeral.

Es un duelo no expresado, como si la vivencia y expresión del dolor por la pérdida quedara en suspenso; pero tiene que salir. Y es bueno llorar; y es bueno afrontar de frente al enemigo, para vencerle: “lo de mi padre” es que se ha muerto. No me asusta decirlo porque sé que mi padre, aunque haya muerto, está vivo.

Sin duda echo inmensamente de menos la presencia física y el abrazo; pero el amor es más fuerte que la muerte y nada ni nadie puede eliminar el vínculo de amor que nos une a cada uno de nosotros con él, no sólo a su familia, también a sus amigos que ocupan un lugar tan importante en su corazón.

Un vínculo de amor que es recíproco: papá, sé que me quieres y yo sigo queriéndote, tal vez ahora un poco más.

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